Es el año 1970 y estamos en el aula de primer año del secundario. Se abre la puerta y entra el profesor Jorge Bullgarellis, un griego que llegó a nuestro país a la edad de 5 años. Todos nos ponemos de pie y saludamos al unísono: “Buen día, señor profesor”. La materia es botánica. El profesor de biología nos acompañaría todo el secundario en materias como botánica, zoología, higiene, anatomía, y mucho más también: formación y educación.
Exigente, formal, atento, disciplinado, y siempre de traje y corbata. Debíamos estudiar meticulosamente sobre todos los temas de los libros. Pero durante la clase no se hablaba de los libros ni delo que habíamos estudiado. No se trataba de repetir una lección de memoria. En clase sólo se hablaba de las preguntas que nos hacía y luego se trataba de razonar las respuestas haciendo uso de lo que habíamos estudiado. Ese era su objetivo: hacernos pensar. Cada clase era una invitación al razonamiento.
El sonido de la tiza, y el contraste entre blanco y negro, era la manifestación visible de su pasión. “Las proteínas son una larga cadena de aminoácidos” o “las plantas transpiran como nosotros y lo hacen por los poros”, decía con palabra autorizada. Y como esas, muchas otras definiciones que aún resuenan en mi memoria con el tono de voz de aquel profesor excepcional. Increíble cómo aún escucho su voz.
Siete años después, mientras cursaba segundo año de medicina, en la primera clase de química biológica, el profesor preguntó “Qué es una proteína?”. De inmediato recordé la frase de mi profesor y contesté: “Una larga cadena de aminoácidos”. El docente me felicitó sin saber el noble origen del concepto que había nacido en mí mucho antes.
El Profesor Bullgarellis jamás dejó de estudiar. Se recibió de médico mientras ejercía como docente. El día de la entrega de su título, salió por la puerta de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires llevado en andas por sus orgullos alumnos del colegio. Aquel griego que había trabajado de albañil y daba clases de biología se había recibido de médico estudiando de noche.
Entre los recuerdos que tengo de las clases del profesor Bullgarellis hay uno que resalta nítido en mi memoria: el día que tuvimos que hacer el examen final de botánica de primer año. era sabido por todos en el colegio que los días de examen final con Bullgarellis había que llevar un diario, un cigarro y fósforos; yo dejé su pedido acomodado prolijamente en el escritorio.
Apenas Bullgarellis entró en el aula, luego de que lo saludáramos, miró el escritorio y esbozó una leve sonrisa. Y su seriedad habitual se convirtió en un gesto cómplice mientras nos miraba. Sobre los últimos minutos del examen, tomó lentamente el cigarro, lo prendió y se puso a leer el diario, de manera que no podía vernos. Entendimos todo: el que quería podía copiarse. De tanto en tanto cambiaba de hoja, sacudiendo con deliberada intención el diario, echando una breve mirada de control sobre la clase para disimular su actitud permisiva. Semejante licencia era solo posible en alguien que nos había enseñado a razonar y a ponerle pasión al estudio. El profesor ya había honrado durante toda la cursada su misión con creces.
Cuarenta años más tarde, me encontraba revisando los estudios de una de mis pacientes y me sorprendió que el examen odontológico prequirúrgico lo firmara un tal Bullgarellis. Le dije al familiar de la paciente:
- Qué casualidad…Yo tuve un profesor que se llamaba Bullgarellis
- No se llamaba, se llama – dijo mi paciente. Es el padre del odontólogo. Ahora tiene 103 años.
No lo podía creer. No perdí tiempo y concreté una reunión con mi profesor de biología en el consultorio del hijo.
Llegado el esperado día, me recibió tras un pequeño escritorio plagado de libros, de traje y corbata. Se levantó emocionado para estrechar mi mano.
- Buenos días, señor profesor, le dije
Sobre la mesa, bien visible, pude ver uno de mis libros: Historia Clínica. Bullgarellis me miró emocionado y me dijo:
- Usted llegó, estoy orgulloso
- Todos llegamos, profesor. Usted dejó su huella en todos nosotros – contesté.
Recuerdo que durante esos invalorables minutos repasamos infinidad de recuerdos y anécdotas. Los aminoácidos, las proteínas, los poros de las plantas, la tiza sobre el pizarrón y muchas otras cosas más, mientras el sonido de los pocillos de café contra los platos acompañaba nuestros recuerdos. Sobre el final de la charla le pregunté:
Entonces, abrí mi portafolio y saqué un diario, un cigarro y una caja de fósforos. Cuarenta años después. Sus ojos se humedecieron, y los míos también.
Dedico este libro al profesor Jorge Bullgarellis, quien me señaló el camino.
Gracias, señor profesor.
Dr. Daniel López Rosetti
Equilibrio